Eran exactamente las 2 y 47 minutos de la tarde y justo cuando empezaba a lagrimear cortando una cebolla sintió, clara y nítidamente, que salía del vientre de su madre. Y no lo percibió como un recuerdo hallado de súbito en el cuarto oscuro de su memoria. Sintió aquel momento como una verdad, como si la autenticidad de cortar la cebolla fuera equivalente al momento de salir de la vagina y sentir el tacto de los dedos de un médico en su cabeza.
Y se asustó. Porque la visión era tan real como la de los azulejos sucios de la cocina, o la de aquella mosca posada sobre el pan. No sólo lo sentía, sino que revivía con todo detalle el momento. Podía oler la limpieza de loza aséptica tan típica de los hospitales, intuir la blancura que ciega, oír incomprensibles, quién habla, qué dicen, qué gimen, sentir en lo más hondo de sí el esfuerzo de asomar al mundo, los pelos, la pegajosidad somnolienta, los fluorescentes, un mar de plastilina, la lejía de un mundo por descubrir, el intento de grito, dónde me llevan, el frío en la cabeza, los ojos pegados, no necesariamente en ese orden, y también el tacto del mango del cuchillo, el aroma ajardinado, el sonido tosco del acero en la tabla, la visión de unas capas blancas con un filtro acuoso, la respiración fresca, las motas de luz colándose en la cocina. Estaba naciendo otra vez y lo sentía de verdad, con una franqueza equiparable al hecho de estar preparando unos spaguetti a la carbonara. Pero de puro asombro, intentó no darle importancia.
Así que continuó cortando cebolla, intentando obviar la evidencia creciente. Pero no pudo. Supo que no había vuelta atrás. Comprendió que desde aquel instante viviría dos vidas a la vez y con la misma intensidad compartida: la solitaria y frustrada de sus treinta años y su futuro de oscura maleza, la provinciana y gris, llena de culpa y remordimientos, y su extraño poso de estafa irremediable, la que sólo esperaba ya el milagro en medio de una habitual desolación, la del desamparo soportado con un poco de esperanza.
Y la otra, la de todo su pasado segundo a segundo, la historia de su tiempo, con sus memorables momentos y sus detalles nimios que había olvidado, ese lento formarse las costras de lo ya hecho y lo ya perdido, ese renqueante caminar del abismo a la conciencia del abismo, ese viaje de cuyo destino inexorable tan bien sabía y que terminaba en ese mismo día de hoy.
Y comenzó a llorar, ahora sí, largamente y de veras, mientras su madre le susurraba palabras dulces al oído.
martes, 16 de octubre de 2007
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